viernes, 11 de marzo de 2011

La cruz sin nombre



La tumba era nueva. No había tapas, ni lápidas, ni monumentos, ni una cruz siquiera. Ahí enterramos a mi suegro y dos meses después a mi esposo, el padre, el primogénito, el hermano mayor.

Ahora dos cuerpos queridos yacían bajo las tapas nuevas con tan sólo una cruz de madera, improvisada y sencilla, sin señales ni nombres, que se antojaban dos extraños que descansaban entre las demás tumbas.

Mi tarea, en teoría fácil, era estampar, grabar ó dibujar sus nombres: Juan y Pedro Martínez, en una linda cruz de madera que mandó hacer mi suegra, como monumento temporal en tanto colocan el definitivo de mármol.

Comencé con diligencia, pero ¡cuál sería mi sorpresa! al darme cuenta de lo arduo del trabajo, pues las letras perfectas dependían de mi mano imperfecta que garabateaba temblorosa el nombre de mi amado. Así que después de muchos intentos, finalmente terminé la tarea a destiempo, con un nuevo dolor en mis manos, memoria del dolor que en mi alma dejó la tarea.

Después vino la peor parte: colocarla en su lugar, a la cabeza de mis cariños, mientras mi alma garabateada, emborronada y recortada, se percata que ya no son dos cuerpos cualquiera enterrados en aquella fosa del Panteón Santo Cristo. Son dos cuerpos amados, dos esposos, dos padres, dos hermanos, padre e hijo, Juan y Pedro, que amamos, recordamos, que extrañamos, en espera de volverlos a encontrar al final de nuestros caminos.

Repienso entonces mis motivos. Pospuse esta tarea por demasiado tiempo. Tardé más de un mes en algo que haría en dos días… me acogí de mil pretextos para no hacerlo: agoté desde el “no tener tiempo”, hasta “perder” los materiales en los lugares más recónditos de mi pequeña casa. Inconscientemente yo deseaba dejar esa tumba anónima, no quería personificarla, ni dignificarla, porque me quería escapar y no volver a ella nunca; no quería aceptar (me era más fácil negar) que algo terrible había sucedido: reconocer mis pérdidas, mi soledad, mi yo-sin-él, mis sueños perdidos.

Ahora siento la fuerza del nombre y los epitafios: personalidad y memoria; pertenencia a una familia y a una persona; tiempo y espacio, vida y tesoros; éxitos, fracasos e ilusiones fallidas.

¡Todas las tumbas importan! y ¡todas envejecen!. Ojalá y tuvieran voz para narrar las historias enterradas y que en muchos casos se han perdido. Cuántas lápidas desteñidas a mi alrededor me recuerdan que triste es el abandono de los muertos y entonces siento frío, me da miedo olvidar y dejar de amarte… amor mío.

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