El concepto de “amistad” ha sido tan vapuleado por el comercio y los medios de comunicación, que cualquiera podría tener la impresión de que es un sentimiento superficial, entre necesario y superfluo y para algunos, propio de las personas cursis ó pusilánimes, “predominantemente de las mujeres” (odio cuando algunos engendros pseudo-hombres dicen eso). Por ello y en reinvindicación de tan notable concepto, siento el deber moral de defender su grandeza.
Para mí la amistad no es tanto un sentimiento subjetivo, sino más bien un acuerdo tácito de lealtad, respeto, aceptación y cariño entre dos personas (“Las Partes”) que han decidido formar una alianza y sobra decir, es de acepción universal. Obviamente que conlleva un cúmulo de conductas y sentimientos de solidaridad, honestidad, preocupación y apoyo mutuo, intercambio de ideas, emociones y sentimientos, pero sobre todo, compartir con las entrañas y de manera profunda (debería existir la palabra “compartición”, es decir: me parto a mí misma para com-partirme contigo y para tí, me divido y vuelvo a pegarme pero contigo en medio) y si es necesario, implica la unión de fuerzas para combatir todas aquellas situaciones críticas, que en lo emocional, físico, económico, social ó familiar, enfrenten las mencionadas “Partes”.
Tan extraordinario esfuerzo exige la siembra y cosecha de la amistad, que sólo las personas fuertes, que saben amar y con convicciones firmes pueden tener amigos perdurables… y es que aparte de que nadie puede dar lo que no tiene, finalmente, al igual que un campo de cultivo, la amistad exige maduración y resistencia a los embates tanto internos (la madurez de la semilla y sus características propias), como externos: lluvias de incomunicación, celos, sequías plenas de olvido y soledad, ataque de pájaros envidiosos y chismosos, plagas de autosuficiencia, prepotencia ó arrogancia, suelos de aburrimiento y rutina, sin olvidar que a veces los vientos soplan tan fuerte que son capaces de arrancar la hierba y enviarla a otro lugar.
La buena amistad rinde buenos frutos. Permanecerá siempre verde aún en los tiempos de mayor sequía y obscuridad y soportará las tempestades con fortaleza. La mala hierba no la ahogará y ni las aves que piquen sus frutos podrán terminar con ella. La buena amistad se reproduce continuamente, asegurando su permanencia y hundiendo cada vez más las raíces, a pesar de las podas que pudiera hacer de cuando en cuando la vida.
Por su parte, la amistad superficial es sólo amor de un rato. Sus raíces no profundizan y por tanto no soportan las malas rachas y después de tiempos de mucho calor se secan y se convierten en una bola de varas y espinos que, como “brujas” ó “maromas” se van rodando con el viento… y sin embargo (pienso y me pregunto:…) el amor que se recuerda no se termina… ¿ó sí?
Y aquí es donde habría que definir los “nombres” que otorgamos a la amistad, ya que solemos con demasiada facilidad (creo yo), calificar a cualquier persona con la que se tenga alguna afinidad, de “amigo”… y si ésta afinidad se convierte en comprensión, llegamos a calificarle como “hermano”. Así tenemos amigos del kinder, la primaria, ad infinitum, y “hermanos del alma”, “hermanos de sangre”, etc. Así mismo, también es muy común que por respeto y para que no se sientan menospreciados, a nuestros conocidos, del trabajo por ejemplo, les llamamos “compañeros” e incluso “amigos”… ¿Pero realmente qué sentido tienen estas palabras?
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